El actual universo de Patrick Germanier comienza con una huella delineada -que no estampada- en papel. La perfila de manera inmutable, reiterada y combativa, expresando su filiación sin despiste, obedeciendo a la urgencia de expresarse y de reconocerse, pero especialmente de identificarse.
Con este gesto, el artista se aleja del procedimiento alegórico y se asocia a lo expresivo e identitario: su retrato. Para ello, reproduce el ancestral rastro digital que caracteriza, entre otros, a los seres humanos: la necesidad de signar, de dejar constancia de su existencia, de perpetuar su presencia más allá de su vida, para cuando ya no esté, o no exista de esa forma, su representación persista, se inmortalice.
Si acercamos la mirada a los trazos de Patrick observamos multitud de formas poliédricas a modo de celdillas, perfectas y encadenadas con movilidad mecedora, ondeante, cayendo y escalando a distintas cotas y distancias que aparentan una fingida unión simultánea. Tras los movimientos de una acústica acorde nos aproximamos o apartamos del papel rotulado.
La obra de Patrick se asemeja al panel de las abejas, en el que sujeto y objeto coexisten en simbiosis, necesitándose y desarrollándose, pero también nutriéndose. La miel y la obra del autor nos alimentan y curan a modo de jarabe.
Antes que el artista Patrick Germanier implantara en papel multitud de identidades suyas, muchas otras personas movidas por la necesidad y el arte han marcado en el barro fresco -espontáneamente y sin pretenderlo- las huellas de sus dedos. Las delgadas líneas que contornean cada uno de los extremos de las manos de quienes amasan la tierra con agua, levantan una vasija, la alisan y la desbastan, quedan editados en la pieza de cerámica, la que ahora se conserva rígida, en estado fósil y perpetuado, tras ser sometida al fuego que guisó la pella modelada. De esta manera, el trazo se eterniza a modo de reliquia, de cuño identificativo y con este sello casual e involuntario obtenemos el DNI de la alfarera, pero no podemos ponerle nombre.
De distinto modo pero bajo la misma constante, persiste la huella de dedos de manos de quien se adentrara en una cueva colgada de La Palma, Islas Canarias, para pincelar trazos en sus paredes de volcán. Las colorea con tizne azabache y humo vegetal que desprende el pino canario, mientras su otro madero humea dentro de la cavidad. Antes de salir de ella, accidentalmente y sin percatarse de las sempiternas consecuencias, apoya su mano sobre el hollín, y con ello proyecta sus rasgos digitales en la ennegrecida pizarra rupestre.
Este episodio permite tatuar su rastro en la pared y posibilita que, aproximadamente quinientos años más tarde, nos demos cuenta de la existencia de otro DNI, aún sin registrar, sin poder ponerle nombre. En ese mismo escenario cavernícola, quien descuidó colocar su mano sobre la pared, deposita el cuerpo de una mujer fallecida junto a una vasija de barro profusamente decorada, cocida con fuego reductor, logrando con ello una gama tan lóbrega como la oscuridad de la noche carente de luna benahoare. Estas dos particularidades, huesos y vasija, nos admiten identificar y establecer su tiempo, pero nos incapacita para ponerle su nombre.
Si acercamos la mirada a los trazos de Patrick advertimos que son multitud de celdillas las que conforman sus representaciones y que equivalentemente le identifican como con descuido. La incansable reiteración que necesita el artista para expresarse se retrata, traza su DNI en el papel y esta vez sí podemos poner su nombre. Patrick inventa esta herramienta identificativa y expresiva, que además utiliza para crear bajando el tono de la complejidad artística, del arte denso, pesado, deleitándose en las formas simples, con un lenguaje sano, ligero y monástico, como la casa donde habita que destila belleza.
La creatividad de Patrick, se nutre de la narrativa de su hábitat, de la empatía que establece con él, de la calidad de su antiguo trazado, de su escala, alineación y materiales constructivos, pero mutuamente la casa se alimenta de su facultad, de no incomodarla con añadidos y complementos, de no perturbarla con abluciones extremas, del lenguaje nuevo con el que le habla, de no transfigurarla para que se perpetúe y subsista conservando lo que le sedujo, su humildad y grandiosidad extrema, acorde a la isla en la que se ubica y a donde llega siguiendo una ontología vital delineada por el arte, lo diverso y la luz.
Además de sus paredes, destaco la solidaridad y arraigo que el artista total establece con la vecindad, con la que crea un tejido de constelaciones colaborativas, con su charca donde crece el papiro y viven las ranas, el trabajo en su arenado soleado y seco. En su cocina no se molesta a ningún ser humano y tampoco a ninguno no humano, y en su casa, el futuro está vivo, como el arte que en esta exposición podemos sentir a modo de huellas dactilares que se tatúan en nuestro cuerpo cuando las observamos y las interrogamos sobre el significado del ser humano y de ser humana.
Con estas palabras indico la condición de artista polimórfico del autor, de artesano como proyecto de vida que practica su virtuosismo fuera de su estudio y que especialmente nos proporciona la respuesta a cómo debemos vivir para seguir respirando en el planeta tierra con la misma cadencia que todos los seres sintientes con los que nos acompañamos.
El poder del arte de Patrick Germanier no queda atrapado en las celdillas que dibuja, sino en sus palabras, en sus actos transformadores y en su disposición al servicio de la vida, especialmente en estos momentos donde la geografía de la crisis planetaria es total y coloreada de rojo sistémico, porque hemos alterado hasta el extremo sus ciclos vitales.
María Antonia Perera Betancor, abril 2020
El actual universo de Patrick Germanier comienza con una huella delineada -que no estampada- en papel. La perfila de manera inmutable, reiterada y combativa, expresando su filiación sin despiste, obedeciendo a la urgencia de expresarse y de reconocerse, pero especialmente de identificarse.
Con este gesto, el artista se aleja del procedimiento alegórico y se asocia a lo expresivo e identitario: su retrato. Para ello, reproduce el ancestral rastro digital que caracteriza, entre otros, a los seres humanos: la necesidad de signar, de dejar constancia de su existencia, de perpetuar su presencia más allá de su vida, para cuando ya no esté, o no exista de esa forma, su representación persista, se inmortalice.
Si acercamos la mirada a los trazos de Patrick observamos multitud de formas poliédricas a modo de celdillas, perfectas y encadenadas con movilidad mecedora, ondeante, cayendo y escalando a distintas cotas y distancias que aparentan una fingida unión simultánea. Tras los movimientos de una acústica acorde nos aproximamos o apartamos del papel rotulado.
La obra de Patrick se asemeja al panel de las abejas, en el que sujeto y objeto coexisten en simbiosis, necesitándose y desarrollándose, pero también nutriéndose. La miel y la obra del autor nos alimentan y curan a modo de jarabe.
Antes que el artista Patrick Germanier implantara en papel multitud de identidades suyas, muchas otras personas movidas por la necesidad y el arte han marcado en el barro fresco -espontáneamente y sin pretenderlo- las huellas de sus dedos. Las delgadas líneas que contornean cada uno de los extremos de las manos de quienes amasan la tierra con agua, levantan una vasija, la alisan y la desbastan, quedan editados en la pieza de cerámica, la que ahora se conserva rígida, en estado fósil y perpetuado, tras ser sometida al fuego que guisó la pella modelada. De esta manera, el trazo se eterniza a modo de reliquia, de cuño identificativo y con este sello casual e involuntario obtenemos el DNI de la alfarera, pero no podemos ponerle nombre.
De distinto modo pero bajo la misma constante, persiste la huella de dedos de manos de quien se adentrara en una cueva colgada de La Palma, Islas Canarias, para pincelar trazos en sus paredes de volcán. Las colorea con tizne azabache y humo vegetal que desprende el pino canario, mientras su otro madero humea dentro de la cavidad. Antes de salir de ella, accidentalmente y sin percatarse de las sempiternas consecuencias, apoya su mano sobre el hollín, y con ello proyecta sus rasgos digitales en la ennegrecida pizarra rupestre.
Este episodio permite tatuar su rastro en la pared y posibilita que, aproximadamente quinientos años más tarde, nos demos cuenta de la existencia de otro DNI, aún sin registrar, sin poder ponerle nombre. En ese mismo escenario cavernícola, quien descuidó colocar su mano sobre la pared, deposita el cuerpo de una mujer fallecida junto a una vasija de barro profusamente decorada, cocida con fuego reductor, logrando con ello una gama tan lóbrega como la oscuridad de la noche carente de luna benahoare. Estas dos particularidades, huesos y vasija, nos admiten identificar y establecer su tiempo, pero nos incapacita para ponerle su nombre.
Si acercamos la mirada a los trazos de Patrick advertimos que son multitud de celdillas las que conforman sus representaciones y que equivalentemente le identifican como con descuido. La incansable reiteración que necesita el artista para expresarse se retrata, traza su DNI en el papel y esta vez sí podemos poner su nombre. Patrick inventa esta herramienta identificativa y expresiva, que además utiliza para crear bajando el tono de la complejidad artística, del arte denso, pesado, deleitándose en las formas simples, con un lenguaje sano, ligero y monástico, como la casa donde habita que destila belleza.
La creatividad de Patrick, se nutre de la narrativa de su hábitat, de la empatía que establece con él, de la calidad de su antiguo trazado, de su escala, alineación y materiales constructivos, pero mutuamente la casa se alimenta de su facultad, de no incomodarla con añadidos y complementos, de no perturbarla con abluciones extremas, del lenguaje nuevo con el que le habla, de no transfigurarla para que se perpetúe y subsista conservando lo que le sedujo, su humildad y grandiosidad extrema, acorde a la isla en la que se ubica y a donde llega siguiendo una ontología vital delineada por el arte, lo diverso y la luz.
Además de sus paredes, destaco la solidaridad y arraigo que el artista total establece con la vecindad, con la que crea un tejido de constelaciones colaborativas, con su charca donde crece el papiro y viven las ranas, el trabajo en su arenado soleado y seco. En su cocina no se molesta a ningún ser humano y tampoco a ninguno no humano, y en su casa, el futuro está vivo, como el arte que en esta exposición podemos sentir a modo de huellas dactilares que se tatúan en nuestro cuerpo cuando las observamos y las interrogamos sobre el significado del ser humano y de ser humana.
Con estas palabras indico la condición de artista polimórfico del autor, de artesano como proyecto de vida que practica su virtuosismo fuera de su estudio y que especialmente nos proporciona la respuesta a cómo debemos vivir para seguir respirando en el planeta tierra con la misma cadencia que todos los seres sintientes con los que nos acompañamos.
El poder del arte de Patrick Germanier no queda atrapado en las celdillas que dibuja, sino en sus palabras, en sus actos transformadores y en su disposición al servicio de la vida, especialmente en estos momentos donde la geografía de la crisis planetaria es total y coloreada de rojo sistémico, porque hemos alterado hasta el extremo sus ciclos vitales.
María Antonia Perera Betancor, abril 2020